Sin poder decir adiós

Desperté sofocado por la ola de humo turbia que se acentuaba en el filo de mi frente;

tenía mis extremidades entumecidas, laceraciones superficiales en la piel y contigua

a mí, en estado inconsciente, mi esposa.


Me hallaba muy confundido; de manera inquieta y desesperada quería reconstruir,

paso a paso, los sucesos previos que nos habían conducido a ese contexto tan

abrumante e inverosímil. Como lo tenía previsto, la estructuración de ideas fue en

vano; organizar mis pensamientos cronológicamente se me hacía más difícil de lo

habitual, consecuencia del aturdimiento que me había provocado el accidente.


Cuando logré algo de movimiento en mis brazos, anulé la distancia que me

separaba de la mano de Ana; la sostuve en mi pecho y aunque estaba fría e inmóvil,

podía reconocer el barniz rojo escarlata de sus uñas.


Llegaron los paramédicos y encolerizado imploré que le brindaran, en primera

instancia, atención a Ana; la situaron cautamente en una camilla de primeros

auxilios para transportarla al área de Urgencias del Condado, en donde le otorgarían

atención médica inmediata; me informaron que tenía una fuerte conmoción cerebral

debido al impacto que había sufrido el automóvil con el carro de remolque y que me

mantendrían informado ante cualquier imprevisto o novedad.


De camino al Centro Médico tuve un espacio de retrospección en el que recordé lo

que había precedido con nosotros: Ana, como los otros días, estaba vociferando en

medio de sollozos, lo preocupada e inquieta que se encontraba con respecto a

nuestra relación; que yo solía prometerle que cambiaría, que dispondría más de mi

tiempo para que nuestro matrimonio funcionara y que sería más condescendiente

con sus necesidades y yo, por estar defendiendo mis argumentos, extravié la mirada

del volante, violé la delimitación del carril e ignoré la presencia directa del remolque.


Llegamos a Urgencias y de manera instantánea, ingresaron a Ana a la Unidad de 

Cuidados Intensivos; me sugirieron que esperara en la sala de visitantes mientras 

la intervenían y yo, aquiescente, dije que sí.


No podía sentir sosiego con todo lo que pasaba; me sentía culpable por todo lo

inconcebible de la situación; tenía un fuerte dolor de cabeza, calambres en el cuerpo

y lo único que me tranquilizaba era el álbum de Machine Head de Deep Purple que

en el fondo se podía apreciar; seguramente, una emisora del Oeste. Pasaron

aproximadamente cuatro horas cuando el médico en turno llegó para informarme

que Ana estaba en condiciones críticas y que me permitían pasar a verla para

hablarle y esperar que ella tuviera alguna reacción al estímulo de mi voz.



Al entrar en la habitación donde ella estaba, un hálito frío me estremeció el cuerpo,

quedando absorto al ver las condiciones tan desconcertantes en las que se

encontraba. Conmovido, me senté en una silla reclinable que habían puesto a su

costado y quise hablarle, pero no pude; sentí un fuerte dolor de cabeza, lasitud en

los párpados y mientras el ritmo cardiaco de a poco se me aceleraba, escuché la

voz estentórea de Ana; no podía ver su rostro, tampoco podía moverme, pero pude

darme cuenta de que quien se encontraba en estado de coma era yo y mi esposa,

abatida, quería hacerme despertar; afligida me decía que me amaba y que no quería

perderme… Al cabo de un instante, pude notar que el tono de su voz se iba

disipando y que mi cuerpo dejaba de sentir las caricias que ella me proporcionaba

hasta que, en un breve lapso de tiempo, dejé de percibirla por completo; no la sentía

ni la escuchaba, ya me había ido sin poder decirle adiós.


Por Diana Marcela Vargas Velandia





Comentarios